Genaro Ventura había nacido en Trani, provincia de Bari (Italia) en 1867. Así que cuando llega a Mar del Plata con Catuogno y Beve, en 1889, tiene 22 años. Fue, nítidamente, otro de los más evidentes prototipos del “hombre marplatense”, aquel que, nativo o inmigrante, forjó un carácter y una personalidad, desde los primeros tiempos, influenciada por distintos factores. El propio afán de conseguir posiciones materiales, su vigor temperamental, la capacidad de acudir a lo autodidáctico para lograr sus fines y la inteligencia de explotar al máximo sus limitaciones de preparación ante la posibilidad que ofrece un medio determinado. En este caso, la disposición que demostraba la clase veraneante para compensar los servicios o, en casos, premiar la sumisión que iba mucho más allá de la prestación de tal servicio.
Todos o casi todos los inmigrantes que se radicaron en Mar del Plata desde 1880 a 1915 (y más todavía) desconocían por completo lo que era una estación de baños. Y un 80 por ciento de ellos era analfabeto, con todas las implicantes carencias que esa condición supone. Es casi seguro que ninguno de ellos haya conocido (y mucho menos estado allí) la existencia de Biarritz, Trouville y Ostende (en Francia), Baden Baden (en Alemania), Miramar (en Austria), o siquiera San Sebastián (en España), estaciones de baño importantes de Europa en esa época.
No tenían experiencia en cuanto se refiere a crear y atender atracciones recreativas ni servicios hoy día comunes en este tipo de actividad, como sucede con los gastronómicos, de hospedaje o distracciones diversas, fundamentales en la industria turística.
Ofendidos y humillados
Para ubicar a Genaro Ventura como un claro exponente de esos “hombres marplatenses”, con comprensibles diferencias individuales, es preciso establecer que el propósito es fundamentar el muy reconocido aporte que
realizó y las condiciones en que lo hizo, el poblador marplatense, al proyecto inversor de la clase veraneante. Y la utilidad que logró (el poblador marplatense), de esa inesperada y poco común circunstancia que le ofrecía perspectivas mucho más amplias y provechosas, en todos los aspectos, que las que predominaban entonces en un pueblo rural.
Ambas partes, los veraneantes y el poblador, coincidieron sin proponérselo previamente. No hubo acuerdos ni siquiera propuestas. Las necesidades de las partes (ser atendidos para disfrutar mejor del goce que posibilita el
dinero, por parte de los veraneantes, y la finalidad de lograr los mayores ingresos posibles para sus afanes de bienestar y, más perentoriamente, la urgencia cercana de “comer en invierno”, que acuciaba al poblador), fueron
naturales. Coincidentes. Incluso, es posible advertir disipados casos de resentimientos que surgían, tal vez de modo comprensible, del sector desposeído y con un gran caudal de amor propio existente en núcleos de inmigrantes, dirigido a la manifiesta exposición de riquezas, al derroche y a los lujos de la clase aristocrática.
Pero ese sentimiento mascullado en privacidad (“y para comer tenemos que esperar que llegue el verano y vengan
los burgueses”, se decía o filosolaba), fue trocándose, en casos, en opuestas actitudes de extrema sumisión, posibles de justificar bajo la autosimulación de respeto o educación. Era el choque o la reacción inevitable entre los dueños del poder que da el dinero y la condición de “los ofendidos y humillados”.
Por supuesto, sobre estas actitudes no es posible generalizar, tal cual sucede en todos los aspectos y ámbitos. Pero fue predominante en alguna parte de la población estable en un período bastante largo, tal vez desde aquel entonces a 1935. En realidad, se trata posiblemente de una animadversión natural, propia de la condición humana y las diferencias sociales. Existe y se manifiesta desde los principios de la humanidad, en todas partes del
mundo. Pero, claro, en Mar del Plata y en esa época, los contrastes de la opulencia y el derroche (la clase aristocrática veraneante del entonces país más rico de Sudamérica) con la inmigración más sometida a las imperiosas necesidades elementales como la que provenía del interior de Italia y España), acentuaba las diferencias y creaba una colisión de recelos y desequilibrios que no quedaba limitada solamente a los aspectos sociales.
El cerco de alambre
Las familias de Ocampo, Cobo, Ortiz Basualdo, Alzaga Unzué, Pueyrredón, Pereira Iraola y Santamarina, que se hospedan en el Bristol Hotel, realizan inquietantes paseos al faro, o a la Gruta, una cueva natural que se ha formado entre las rocas cercanas al Torreón. Algunos se animan a ir en carruajes hasta Laguna de los Padres, que no tiene el encanto de la forestación y si muchas víboras en los pastizales. Los mozos del Bristol Hotel cruzan la Costanera Sur y atienden a selectas concurrencias en banquetes de comidas frías que se sirven en la playa.
“Es tiempo de sacrificios”, murmuran los gastronómicos. En tanto, los obreros municipales tratan de cumplir con
la ordenanza propuesta por Pedro Luro, eliminando vizcachas de los terrenos céntricos.
Los inmigrantes italianos, por ese tiempo, inauguran el salón “Giusseppe Garibaldi”. Y en la confitería de la rambla hay una insólita discriminación. Las damas distinguidas y reconocidas con estirpe de abolengo toman el té en el sector que da con vista al mar, demarcado por un cerco de alambre. Del otro lado, el vulgo. Son aquellas señoras enriquecidas pero que todavía no figuran en el “Libro Azul”. Un día no lejano, la plata mostrará la
fuerza de su valor y esas señoras descartadas serán quienes hagan imprimir su propio “Libro Azul”.
Es así, Martin, un mundo tan grotesco como divertido.
El destacado escritor y periodista marplatense Enrique David Borthiry escribió en la década del noventa la sección “Historia Viva de Mar del Plata”, en la que contaba con su particular visión hechos poco conocidos que se sucedieron a lo largo de los años. Más de tres décadas después, LA CAPITAL las rescata del archivo. Para leer y disfrutar.